Los toxicómanos (drogadictos) tienen una parábola que trata de un hombre que, mientras caminaba a través de una jungla, se encontró con un simpático monito. El hombre le dio al mono una banana y, agradecido, éste dio un salto y se lo subió al hombro. Era un animalito tan pequeño y atractivo que el hombre no pudo resistir el deseo de jugar un rato con él. Luego se fue. Pero el mono todavía quería jugar. El hombre arrancó otra banana de un árbol y se la dio. De nuevo el mono dio un salto y se subió a la espalda del hombre; pero esta vez le rodeó el cuello con los brazos y se mantuvo así. El hombre decidió dejar hacer al animal durante un rato. Después estiró el brazo para arrancar otra banana, esta vez para sí mismo; pero el mono se la arrebató de la mano y se la comió. El hombre trató de sacudirse el mono, pero no pudo. A medida que pasaba el tiempo, el mono crecía. El hombre tuvo que seguir alimentándolo hasta que, finalmente, el mono fue más grande que él. La única manera en que el hombre pudo sacarse el mono de la espalda, fue caer muerto, y el mono se fue.
Por eso el toxicómano llama a su hábito “un mono en mi espalda”. Al principio no es más que un pecadito excitante con el que juega hasta que salta sobre su espalda. Lo tiene en poco hasta que trata de sacudírselo … y no puede. Tiene que alimentarlo cada vez más, y crece y crece hasta que debilita parte de su vida y la única esperanza que le queda es una dosis excesiva y la muerte.
No es sólo el toxicómano el que tiene un mono en su espalda. Tanto jóvenes como adultos tienen toda clase de hábitos malos y pecados que no pueden sacudirse. A menos que el Espíritu Santo los convenza de pecado y respondan a su voz, el mono crecerá cada vez más hasta obtener el completo control de sus vidas.