Nuestra Identidad Verdadera

Los amigos del paralítico sabían que había algo diferente en este hombre llamado Jesucristo. Por más de una oportunidad lo habían visto sanar a las multitudes, y eso era lo menos que esperaban que sucediera en ese día: que su amigo paralítico volviese a caminar.

Mientras abrían un hueco en el techo, el paralítico yacía sobre su lecho con la única esperanza de que fuera verdad todo lo que habían dicho de Cristo. Cada vez que el paralítico se veía a sí mismo, sólo veía un alma amargada, un hombre que había sido tocado por la tragedia de la vida. Rara vez cruzaron por su mente sentimientos de esperanza, creyendo que sólo era un pordiosero minusválido más. Sin embargo, pronto el Salvador vería algo diferente en ese hombre.

De repente el techo del lugar donde se encontraba Cristo predicando, se empezó a abrir dejando caer polvo y sucio. La multitud al ver descender el cuerpo, abrieron espacio. Por último, los amigos del paralítico lograron depositarlo a los pies del Señor Jesucristo.

Las primeras palabras que salieron de Cristo, causaron gran asombro. Él dijo: “Hijo, tus pecados te son perdonados” (Marcos 2:5). En un principio, los amigos del paralítico, al igual que muchos más, habrían pensado: “¡Perdón de pecados! No es eso para lo que lo trajimos, sino para que sea sanado”.

Sin embargo, dentro del corazón del paralítico la sanidad ya había dado inicio, la amargura que lo esclavizó por tanto tiempo empezó a desvanecerse en su mente. De pronto, con pocas palabras el Señor le hizo comprender al paralítico que había tenido confundida su propia identidad. La amargura desapareció, pues, sus pecados habían sido perdonados.

Pero el Señor no acababa todavía con él. Después de una breve reprimenda a los escribas, que cavilaban en sus corazones acerca de la facultad de Cristo para perdonar los pecados, Él se volteó hacia el paralítico para completar el proceso de sanidad: “A ti te digo: Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa” (Marcos 2:11).

Entonces el paralítico se levantó y tomando su lecho, salió caminando delante de todos. Dejó de ser el paralítico amargado, para pasar a ser un hombre redimido, física y espiritualmente, por la gracia de Dios. Todo empezó al creer en Jesucristo.

Con frecuencia nos vemos como paralíticos amargados. Proverbios 23:7, refiriéndose al hombre, dice: “Porque cual es su pensamiento en su corazón, tal es él”. Al dar mucha importancia a las limitaciones físicas, permitiremos que lentamente nos agobien. Nuestra fe se desvanece cada vez que pensamos erróneamente que Dios no cambiará nuestra situación y que nuestra vida no tiene valor alguno, y mucho menos propósito ante los ojos de Dios.

Cuando esa clase de sentimientos nos acosan, debemos recordar lo que el Señor nos proclamó: tenemos una nueva identidad en Cristo.

Al depositar nuestra fe en Cristo, aceptando el regalo de la salvación que Dios nos ofrece a todos, venimos a formar parte de la familia del Señor. Ya no batallaremos más en la vida por cuenta propia. Pablo dice: “Como también en Oseas dice: Llamaré pueblo mío al que no era mi pueblo, y a la no amada, amada. Y el lugar donde se les dijo: Vosotros no sois pueblo mío, allí serán llamados hijos del Dios viviente” (Romanos 9:25-26).

Pablo, al explicar la función del Espíritu Santo en la vida del creyente, dijo: “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados” (Romanos 8:14-17).

Al mismo tiempo que descubrimos nuestra identidad en Cristo, debemos edificar sobre el fundamento de que ya no somos pecadores, sino santos del Señor (1 Corintios 1:2). Si seguimos pensando que somos pecadores, obraremos como tales y no como santos, y eso impide que aceptemos la gracia y el perdón de Dios para nuestras vidas.

Si hemos entregado nuestro corazón al Señor, nuestra identidad verdadera ha sido revelada: somos hijos de Dios. Ya no tenemos que tratar de ganarnos la aceptación del Señor, porque ya es nuestra una vez que hemos aceptado a Cristo como Señor y Salvador de nuestra vida. Si creemos que hay algo más que debemos hacer para ganarnos la aceptación de Dios, cualquier cosa que hagamos será en vano.

En nuestro andar con el Señor ser diligentes para depositar en nuestros corazones su verdad, nos ayudará a que no olvidemos quienes somos. La verdad nos hace libres porque nos guía a una relación eficaz con Dios; esa relación empieza al comprender quienes somos en Cristo.

Al ver a Cristo, es posible que la mente del paralítico estaba llena con todos los elementos que lograron que él aprendiera sólo a sobrevivir, en lugar de vivir una vida plena. Tal vez los mismos elementos que entorpecen nuestra capacidad de vernos como realmente Dios nos ve.

Sus sentimientos controlaban su mente, y él se consideraba un fracasado; pues, no se podía mover por sí mismo. Con esta clase de sentimientos, ¿cómo podría el pensar que su vida entraba en los planes y propósitos de Dios? Lo único que podía hacer es permanecer acostado todo el día sin poder mover brazos o piernas, sólo sintiendo amargura en su corazón; él se consideraba un inútil.

Seremos engañados siempre que confiemos en nuestras emociones y sentimientos, en lugar de reposar en lo que sabemos es la verdad de Dios. Dios nos llama sus hijos, sin importar lo que sintamos. Por más que pensemos que Dios está muy lejos de nosotros, las Escrituras nos dicen que adondequiera que vayamos, nunca escaparemos del amor de Dios.

Es una realidad que el paralítico haya dudado que Cristo lo pudiera restaurar. A pesar del entusiasmo de sus amigos para traerlo a los pies del Señor, el pobre hombre debe haber pensado que intentar no cuesta nada. Después de todo, solo desilusiones había recibido en su vida y los desaciertos habían cultivado un espíritu de cinismo.

La duda es el arma principal del enemigo para destruir nuestra fe en Dios. Si dudamos que el Señor puede hacer algo, muy seguro que no le pediremos ayuda, y nos convencemos de que la situación en la que nos encontramos va más allá de donde Dios pueda intervenir. En estas circunstancias sólo alcanzaremos la victoria si nos mantenemos firmes en las promesas de Dios en las Escrituras y confiados de que Él es fiel siempre. Al cortar la cizaña de la duda, la fe crece robusta.

Una vez que los pecados del paralítico fueron perdonados, él debe haberse quedado paralizado una vez más al oír del maestro la orden de levantarse. Muchas cosas deben haber cruzado por su mente: “¿Qué pasa si intento moverme y nada sucede? De seguro se reirán de mí por creer en este Cristo”.

El temor proviene del enemigo como dardos paralizantes para desactivar nuestra obra en el Señor. Durante todo el proceso que siguió el paralítico hasta llegar a los pies de Cristo, tuvo que vencer un temor tras otro: el temor de la vergüenza por el qué dirán; el temor de pensar que Cristo no hubiese querido recibirlo, aún más habiendo sido el rechazo una norma en su vida. Tuvo que vencer el temor de que el Señor no pudiera sanarlo. Pero después de todo, él venció todos esos temores y salió caminando con su lecho bajo el brazo.

Cada obstáculo que se presentó ante el paralítico, fue el paso necesario para restablecer su fe. Con la firme convicción de que no importa lo que sintiera, cuánta duda llenara su mente, ni cuán atemorizado se sentía, él estaba dispuesto a confiar en Cristo. La lección del paralítico debe servirnos para vencer todos los obstáculos que el enemigo ponga en nuestro camino, en su afán para alejarnos de la verdad de Dios.

En nuestra relación personal con el Señor es fundamental que comprendamos cuál es nuestra identidad verdadera en Cristo. Bajo este fundamento podremos cultivar una relación personal firme con nuestro Padre celestial y ser instrumentos idóneos para llevar a cabo los planes y propósitos de Dios en nuestras vidas, y en la vida de los que estan a nuestro alrededor.

Tomado de En Contacto


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