Los dos milagros mayores de toda la historia han sido la creación del mundo y la resurrección del Creador de entre los muertos. Sin la primera, ninguno de nosotros ni siquiera existiría, y sin la segunda, no tendríamos esperanza de vida después de la muerte. Sin embargo, lo maravilloso es que tenemos vida y, por medio de la fe en el Creador y su resurrección, podemos tener la seguridad de la vida eterna con Él en los siglos venideros.
Por otro lado, los científicos modernos –al menos, los que controlan la comunidad científica– no creen ni en la creación ni en la resurrección. Su argumento se basa completamente en el naturalismo; por tanto, tienen que explicar todos los fenómenos del pasado, del presente y del futuro utilizando términos que se aplican a las leyes y los procesos naturales del presente. Consideran que los milagros no tienen ninguna base científica, especialmente los que tienen aplicación universal. Dicen que la creación contradice el principio fundamental de toda ciencia: el principio de la conservación de la masa y la energía; o sea, la primera ley de la termodinámica. En efecto, este principio de la conservación afirma que nada puede ser verdaderamente creado (aunque la forma de las cosas puede cambiar).
De igual manera, la idea de que alguien pueda volver a la vida después de haber estado muerto tres días sería una contradicción a la segunda ley de la termodinámica, o lo que se llama el principio de la entropía progresiva. Dicho principio describe la tendencia de todos los sistemas a decrecer en orden de complejidad. Cuando un organismo sucumbe a la muerte, todas sus funciones cesan y en poco tiempo se convierte en polvo, que es la desintegración final.
Por tanto, de acuerdo a los partidarios del naturalismo, tanto la creación como la resurrección serían imposibles. Nunca se ha encontrado caso alguno que se aparte de los dos principios de la termodinámica. Para que se dé una excepción en alguno de los dos principios, se necesitaría un milagro enorme; pero estos científicos no aceptan ninguna clase de milagros.
¡Pero están muy equivocados!
¡Jesucristo se levantó de entre los muertos! Este es un hecho histórico que se puede investigar aplicando el mismo criterio que se aplica a otros supuestos hechos históricos. Siempre que tal investigación se hace –y muchos historiadores y expertos en evidencias la han hecho–, la resurrección de Cristo pasa con notas excelentes todas las pruebas de autenticidad histórica.
Las muchas veces que Él se presentó a sus discípulos después de su resurrección, el testimonio innegable de su tumba vacía (además de que a sus enemigos les fue imposible presentar su cuerpo) y la gran transformación que sufrieron su discípulos (de cobardes pasaron a ser proclamadores de su resurrección) son algunas de las “muchas pruebas indubitables” (Hch 1:3) que nos aseguran que Cristo “ha resucitado, como dijo” (Mt 28:6). No está por demás decir que la resurrección corporal de Cristo es el hecho mejor comprobado de la historia antigua.
Siendo este el caso, consideremos las implicaciones. La más importante es que la resurrección comprueba que Jesucristo es Dios. Sólo Dios podía vencer a la muerte, porque la ley de la muerte fue impuesta por Dios mismo cuando el primer hombre introdujo el pecado en los dominios que el Creador le había confiado (Ro 5:12).
También quiere decir que el Señor Jesucristo fue quien creó los cielos y la tierra. Sólo el Creador puede crear materia nueva, como lo hizo cuando multiplicó los panes y los pescados, o energía nueva, como lo hizo cuando caminó sobre las aguas y cuando hizo cesar la tempestad con su palabra. La Biblia, por supuesto, confirma el hecho de que Él fue quien creó todas las cosas: «Todas las cosas por él fueron hechas» y «el mundo por él fue hecho» (Juan 1:3,10). » Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra… todo fue creado por medio de él y para él» (Colosenses 1:16).
Este hecho nos da aún mayor seguridad de que todo lo que el Señor hace es justo y todo lo que dice es cierto. Por ejemplo, cuando Él dice en Marcos 10:6, refiriéndose a Génesis 1:27, que «al principio de la creación, varón y hembra los hizo Dios», podemos estar seguros de que la tierra y el universo no tienen miles de millones de años de existir, a pesar de la aplicación uniforme e incorrecta de los datos astronómicos y geológicos por los evolucionistas. Cristo estaba ahí, porque Él era el Verbo creador de Dios, y Él nos dice que la raza humana dio inicio al principio de la creación, no 15 mil millones de años después del principio. ¿Nos mentiría Cristo o nos haría creer otra cosa? ¿Acaso pensó que no entenderíamos el concepto de que la creación sufriría y gemiría durante miles de millones de años antes de que Él se diera a la tarea de crear al ser humano para que tuviera comunión con Dios? El solo pensarlo parece –al menos a nosotros– absurdo y hasta blasfemo.
Además, ya sea que nos guste o no nos guste la idea de que Él creó el infierno eterno para los que le rechazan como Señor y Salvador, tenemos que aceptar la realidad, porque Él habló del infierno más que ningún otro en la Biblia (vea Mt 5:30; 25:41; etc.). Él también reconoció la infalibilidad y autoridad de la Biblia (Mt 5:18; Jn 10:35). Al final de su Libro, el Señor advierte contra la adulteración de sus palabras, diciendo: «Y si alguno quitare de las palabras del libro de esta profecía, Dios quitará su parte del libro de la vida…» (Ap 22:19).
Hay, desde luego, otro resultado glorioso del hecho certísimo de la resurrección de Cristo. Él venció a la muerte para todos los que aceptan su perdón y salvación. Su promesa es: «porque yo vivo, vosotros también viviréis» (Jn 14:19). «Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados» (1 Cor 15:22).
Nuestra resurrección, al igual que la de Cristo, será no sólo espiritual sino también corporal. Cuando Dios pronunció la sentencia de muerte contra Adán y todos sus dominios, no sólo fue muerte espiritual sino también física. Por eso Jesucristo, al morir por nuestros pecados, tuvo que morir físicamente –una muerte física horrible, no sólo la separación espiritual y temporal de Dios, aunque esto fue parte de ello.
Asimismo, la resurrección que se nos ha prometido será corporal, física, como la de Cristo. Pero nuestro cuerpo no tendrá los defectos y dolores que son característicos de nuestro cuerpo presente. Tendremos un cuerpo glorificado, como el de Cristo cuando se levantó de los muertos. Cuando el apóstol Juan lo vio en la gran visión que tuvo en la isla de Patmos, Cristo le dijo: «He aquí que vivo por los siglos de los siglos» (Ap 1:18).
¡Nosotros también viviremos por los siglos de los siglos! «… aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él» (1 Jn 3:2). El Señor Jesucristo «transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya» (Fil 3:21). «Porque el Señor mismo… descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor» (1 Ts 4:16,17). El principio de la entropía (degradación) en nuestros cuerpos será abrogado para siempre y «ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor» (Ap 21:4).
Pero eso no será todo lo que la resurrección de Cristo logrará. La maldición divina vino no sólo sobre Adán y sus descendientes, sino sobre todos sus dominios, ¡y estos serán también restaurados! «Y no habrá más maldición» (Ap 22:3). «Porque también la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Ro 8:21).
Desde que el pecado entró en el mundo y Dios maldijo la tierra (Gn 3:17) –o sea, los elementos que la componen, el polvo del cual todas las cosas habían sido hechas–, el mundo entero ha estado en degradación, o en entropía progresiva, «con dolores de parto» (Ro 8:22). «… la tierra se envejecerá como ropa de vestir» (Is 51:6). «… los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas… todas estas cosas han de ser deshechas» (2 P 3:10,11).
Pero cuando Cristo el Creador vino como Salvador, no sólo murió por los pecados de todo el mundo (1 Jn 2:2), sino que vino como «el Salvador del mundo» [griego: kosmos] (1 Jn 4:14). «El mundo [kosmos] por él fue hecho» (Jn 1:10), y Él pagó un precio enorme para libertar al mundo «de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios».
Por último, después del juicio final, y después de que la «tierra y las obras que en ella hay» sean quemadas, entonces, «nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia» (2 P 3:10,13). El principio de la entropía, junto con la ley del pecado y de la muerte (Ro 8:2) que la acompaña, desaparecerán de una vez para siempre –¡todo porque Cristo vive!
Tomado de «Back to Genesis», No. 148. «Acts & Facts» Vol. 30 No. 4 April 2001
Institute For Creation Research