Jamás había visto tanta oscuridad tan temprano en el día. Sin duda que estaba sucediendo algo especial, algún evento portentoso. Fuera lo que fuera, estaba seguro de que nada tenía que ver con él; simplemente estaba cumpliendo con su trabajo. Pero no podía negar que por todo su cuerpo corría un estremecimiento de expectación.
Su ocupación consistía en ejecutar a delincuentes en Palestina. La coraza que le cubría el corazón llevaba el sello de su amo: César, emperador de Roma. Con mucho placer hubiera cortado a tajos el corazón de cualquiera que se opusiera a César, ya que César para él era como un dios. Era un gran honor ser centurión, un guerrero poderoso que tenía a su cargo 100 soldados valientes entrenados para defender al Imperio Romano. Sabía blandir la espada y disparar flechas; sabía endurecer el corazón como piedra al ver que los soldados extranjeros morían a manos suyas. Esa era su profesión.
Contempló las cruces que se levantaban como monumentos a una guerra implacable. Allí se habían ejecutado innumerables sentencias con objeto de proteger la paz. Con anterioridad había hecho guardia por muchos días mientras la muerte arrancaba el aliento de los condenados y los había reducido a una masa de carne inerte. Muchos pronunciaban sus últimas palabras en idiomas para él desconocidos; algunos imploraban misericordia; algunos gritaban con enojo; algunos no podían hablar. ¡Cómo había luchado recordando a algunos de ellos!
Pero ese día parecía que todos gritaban. Los prisioneros, los oficiales del templo, hasta los mismos hombres del centurión se burlaban sin misericordia de uno de los delincuentes. Una inmensa muchedumbre se había congregado para presenciar la ejecución de un Hombre cuyo delito estaba escrito en el rótulo arriba de su cabeza. No se trataba de un ladrón ni de un homicida, sino del que pretendía ser Rey de los judíos.
El acusado era galileo y había cometido el error de provocar la ira de los líderes religiosos. La acusación no estaba bien fundamentada pero, ¿qué importaba? Su consigna era mantener la paz en el imperio del César. Él no lo había decidido; sólo obedecía órdenes.
Pero ese galileo era como ningún otro que el centurión hubiera visto. Totalmente desnudo, azotado, sangrante, con una corona de espinas que penetraba sus sienes, el galileo no peleaba como los demás, ni imploraba ni maldecía. Los soldados trataban de herir su dignidad, pero no lo lograban. Aún después de echar suertes por su túnica y de haberle mojado la lengua con vinagre, el galileo no los había condenado ni había implorado misericordia.
Es más, ese galileo, llamado Cristo, hizo algo que impactó el corazón endurecido del centurión: pronunció palabras de perdón. En todos los años que el centurión había presenciado la muerte de muchos en esas cruces, Jesús era el único que le había ofrecido misericordia: lo había perdonado. Pese a que él representaba todo aquello que había colocado a Cristo en esa cruz romana, Jesús lo había perdonado.
Ahora el centurión observaba mientras el galileo luchaba por respirar. ¡Cómo deseaba gritar y aceptar el perdón! Pero gritar hubiera sido equivalente a desafiar al César; hablar a favor del Rey de los judíos lo marcaría como traidor. Pedir la vida a ese condenado habría sido la muerte para él.
Y luego el galileo clamó a gran voz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 24:46). Y todo terminó. Ya no luchó; el momento de la liberación de su espíritu produjo un caos en el que la tierra tembló y los sepulcros se abrieron.
Era cierto. Todo lo que el centurión había sabido acerca de la predicación de Jesús, de las sanidades y milagros, todo era cierto. A pesar de César, a pesar del destino del mismo centurión, Jesús era el Mesías. En ese instante él sólo pudo emitir una confesión: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios (Marcos 15:39).
Ser poderoso en espíritu es reconocer quién es Jesús. Y el centurión lo hizo. El centurión veía a los delincuentes en las cruces como nosotros veríamos a un condenado a muerte. No obstante, cuando vio al Señor Jesús, supo que era una persona diferente. Al ver al Salvador, ni su pasado ni su posición tuvieron valor alguno; simplemente no pudo negar la verdad. La Palabra del soldado fue que él había visto a Cristo.
Dos mil años después, todavía es posible contemplar al Señor Jesucristo, el Hijo de Dios resucitado. Y usted, ¿qué confesará?