Elisabet apenas sonrió al recordar el incidente. La anciana ahora se encontraba en su lecho de muerte pero aun así, se regocijó al recordar el momento en que supo sin lugar a dudas que su Mesías había llegado.
En cada recuerdo de la visita sorpresiva de su prima María en años anteriores, Elisabet traía a su memoria el aroma del pan. Se había concentrado en el horno y luego se había extendido por toda la casa cuando ella levantó los ojos y vio a esa joven parada frente a ella, al oír la voz de María mientras su mismo vientre se movía tan súbitamente que ella lo acarició y sus rostro se iluminó. Desde entonces Elisabet no pudo volver a hacer pan sin pensar en su Salvador, ni pensar en su Salvador sin que el olor del pan volviera a su memoria.
Posiblemente ese fue el escenario del que disfrutó Elisabet al pasar a la eternidad. La Biblia declara que Elisabet, esposa del sacerdote Zacarías y descendiente de Aarón, fue una mujer justa, escogida por Dios para ser madre de Juan el Bautista, el precursor de Cristo. Su prima María era todavía virgen cuando el ángel Gabriel le anunció que sería madre del Salvador del mundo y que Elisabet, una mujer anciana que había sido estéril, también estaba embarazada.
María buscó a Elisabet emprendiendo un viaje de unos 80 kilómetros desde Nazaret hasta una aldea en las colinas de Judea que se cree que fue Ein Karem, a unos 6 kilómetros al noroeste de Jerusalén. Al saludar a su prima, el Espíritu Santo impulsó al bebé a moverse dentro del vientre de Elisabet y a que ésta, a su vez, exclamara a gran voz: “Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre. ¿Por qué se me concede esto a mí, que la madre de mi Señor venga a mí? Porque tan pronto como llegó la voz de tu salutación a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre” (Lucas 1:42-44).
El pastor John MacArthur hace notar que la expresión de Elisabet no fue de alabanza a María, sino del niño que ella llevaba en su seno. Al respecto nos dice: “Ella saludó a María no fríamente, sino con gozo. Entendió la reacción de su bebé en su vientre y parece haber comprendido la tremenda importancia del Niño que María llevaba en su seno. Todo esto debe atribuirse a la obra iluminadora del Espíritu Santo”.
Elisabet fue poderosa en espíritu gracias a su fe y devoción; no obstante, su característica atractiva fue su gozo. Su fe es evidente por el hecho de que jamás cuestionó la bendición indescriptible en tanto que su esposo había quedado mudo y aparentemente sordo debido a sus dudas. Su devoción es evidente por el hecho de que al quedar embarazada se mantuvo recluida por cinco meses, probablemente redimiendo el tiempo para Dios con profunda gratitud. Es entonces cuando su gozo comienza a brillar, diciendo: “Así ha hecho conmigo el Señor en los días en que se dignó quitar mi afrenta entre los hombres”(v. 25). Su afrenta. Elisabet no sólo era estéril, sino que la llamaban estéril (v. 36). Todo el mundo lo sabía.
“La esterilidad, de mayor importancia para una hija de sacerdote y esposa de sacerdote, era humillante –escribe el maestro de Biblia Henry Lockyer– ya que en Israel el sueño de toda mujer era que pudiera tener el privilegio de ser madre del Mesías, prometido a Eva, la primera madre sobre la faz de la tierra”.
Elisabet reaccionó honorablemente a la bendición del Señor acercándose a Él. Estuvo llena de gozo, aunque también comprendía que el privilegio siempre viene acompañado de la responsabilidad. Se daba cuenta de que cuando Dios lleva a cabo una obra monumental en la vida de alguno, no hay lugar para engrandecerse: todo el mérito es del Señor. Así que Elisabet se recluyó hasta poco antes de que María la visitara al sexto mes de su embarazo y los vecinos que antes la habían llamado estéril aparentemente no sabían nada del milagro sino hasta después del nacimiento de Juan (v. 58). La Biblia afirma que ellos se regocijaron con ella.
El versículo 56 nos dice que María se quedó con ella como tres meses antes de regresar a Nazaret. El hecho de que este relato sea un paréntesis antes del nacimiento de Juan nos sugiere que María regresó a casa antes del evento. No obstante, la opinión de los estudiosos está dividida al respecto y una idea hermosa es que María pudo haber auxiliado en el nacimiento del precursor de su propio Hijo, su Salvador. ¿Acaso la madre del Siervo ayudó a preparar el camino de quien fuera el que debía preparar el camino al Señor?
“El relato acerca de Elisabet termina cuando el relacionado con su hijo comienza a desarrollarse –escribe la autora Edith Deen–. Sólo podemos esperar que ella haya vivido para regocijarse con motivo de la iniciación de su ministerio, cuando las buenas nuevas se extendían y muchos se volvían al Señor en arrepentimiento. El tributo de Juan el Bautista al Señor Jesús de que se trataba de uno mayor que él y su hermoso espíritu de renunciación al decir: “Es necesario que Él crezca para que yo mengüe” (Juan 3:30), son un recordatorio del espíritu de su noble madre”.
Así que es posible que Elisabet sonriera en su lecho de muerte, pues no tenía temor a morir. Ella conoció a su Salvador antes de que
Él mismo naciera, lo había conocido desde que su propio hijo en su seno anunciara la presencia del Mesías en la primera de muchas ocasiones. Elisabet cerró sus ojos, exhaló el último aliento y volvió a recordar el olor del pan.
Fue el aroma del Pan de Vida.