El perdón es bálsamo para el alma y algo que nos hace recordar constantemente la gracia de Dios…
Cristo miró con compasión a la mujer que estaba a sus pies, y conociendo el amor del Padre celestial por ella, le dijo: «Tus pecados te son perdonados» (S. Lucas 7:48). El asombro de ella sólo pudo ser igualado por las palabras y expresiones de sorpresa de los que estaban presentes en la cena. Simón y los demás llegaron a sus propias conclusiones en cuanto a la presencia de esa mujer entre ellos. Sus murmuraciones sólo sirvieron para aumentar la tensión que se sentía en el ambiente.
Los invitados habían tomado sus lugares a la mesa. En eso, una mujer que tenía fama de pecadora entró y se puso junto a los pies de Cristo.
Al principio, el Señor no se inmutó por el disgusto de Simón, sino que dejó que la mujer le enjugara los pies con sus lágrimas y el perfume que llevaba en un frasco. Ella hizo por el Señor lo que a ninguno de los presentes se le había ocurrido hacer.
Como las críticas y los comentarios de los que allí estaban no se hicieron esperar, Cristo les respondió dirigiendo la palabra a Simón: «Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; y no teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de ellos le amará más? (S. Lucas 7:41-42).
Simón respondió correctamente, diciendo que el que le debía más. Luego, Cristo se volvió a la mujer y dijo: «¿Ves esta mujer? Entré en tu casa, y no me diste agua para mis pies; mas ésta ha regado mis pies con lágrimas, y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste beso; mas ésta, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi cabeza con aceite; mas ésta ha ungido con perfume mis pies. Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; mas aquel a quien se le perdona poco, poco ama» (S. Lucas 7:44-47).
El perdón es bálsamo para el alma y algo que nos hace recordar constantemente la gracia de Dios, que Él da gratuitamente. Sólo Cristo tiene la facultad de perdonar, con resultados eternos, y ofrecer al pecador otra oportunidad.
La mujer que enjugó los pies del Señor tuvo sólo un propósito: mostrar su amor y devoción hacia Cristo. Él no la decepcionó. Dirigiéndose a los presentes, dijo: «… sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho…» (v. 47).
El perdón verdadero empieza con Cristo. Sólo Él puede satisfacer nuestra necesidad de perdón eterno. El amor de Dios nos atrae a Cristo, y en sus brazos amorosos encontramos perdón inmediato y total.
Ahí también encontramos la confianza que necesitamos para seguir adelante. Hablando en cuanto al perdón, Corrie Ten Boom solía decir que cuando Dios nos perdona, Él arroja nuestros pecados en lo más profundo del mar y luego pone un rótulo que dice «Se prohíbe pescar».
Nuestro crecimiento espiritual se ve impedido cuando estamos pensando constantemente en los fracasos del pasado. En Romanos capítulo 8, versículos 1 y 2, el apóstol Pablo dice: «Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu. Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte». Gracias a la obra de redención de Cristo en la cruz, no tenemos que hacer obras para ganarnos o merecer el perdón de Dios. Es más, no hay nada que podamos hacer para ganarnos su perdón.
Lo único que tenemos que hacer es aceptar su perdón. Debemos acercarnos a Dios con un corazón contrito y humillado, reconociendo que necesitamos a Cristo. Al hacerlo, Dios nos oye y hace efectiva su obra de gracia en nuestra vida.
Dios no espera que nos ganemos algo que sólo su Hijo puede ganar para nosotros. Nuestro deber es aceptar el hecho de que Cristo hizo por nosotros lo que no podíamos hacer por nosotros mismos. Él es la propiciación por nuestros pecados.
Desde el principio, Dios siempre ha demandado la paga por el pecado. Pero nosotros no podemos pagar ese precio. Sólo Cristo, el Cordero de Dios, puede hacerlo. La palabra «propiciación» describe la manera en que fue apaciguada la ira de Dios contra el pecado.
Cristo no le dio a esa mujer afligida y avergonzada una lista de cosas que debía hacer si quería ser perdonada. El amor de Dios no depende de nuestras buenas obras ni de nuestra mucha espiritualidad, sino que es incondicional y lo recibimos como resultado de su gracia mostrada a favor de nosotros en la cruz del Calvario. Lo único que tenemos que hacer es aceptar su perdón y creer que hemos sido perdonados.
El sentimiento falso de culpa y la incredulidad son dos de las armas que Satanás emplea con mucha eficacia. Él se empeña en convencernos de que Dios no nos ha perdonado, que no nos ama y que nos ha desamparado. Por supuesto que eso es mentira. Dios nos ama con amor eterno. Su amor no depende de nuestro buen o mal comportamiento.
El enemigo sabe que el pecado es un obstáculo a nuestra comunión con Dios. También sabe que cuando caemos en pecado él puede valerse de éste para acusarnos y echárnoslo en cara. A él le repugna el hecho de que el amor de Dios hacia nosotros es eterno e incondicional (Salmo 100:5) y que Cristo tiene el poder de perdonarnos y restaurarnos.
Al enemigo de nuestras almas sólo le importa una cosa: truncar todo contacto que podamos tener con el amor de Dios. Pero Cristo dijo que eso no iba a ser posible, y para confirmarlo y garantizarlo, murió en la cruz por nosotros.
La mujer que ungió los pies del Señor estaba consciente de que era pecadora y anhelaba recibir el perdón. La mayoría de nosotros nos damos cuenta de cuando hemos pecado. Pocas veces se nos tiene que hacer ver que hemos desobedecido al Señor. Nos sentimos avergonzados y compungidos por haber pecado contra Él. El Espíritu Santo se encarga de redargüirnos para que reconozcamos nuestro pecado y nos apartemos de él.
Cuando pedimos al Señor que nos perdone, lo que estamos haciendo es estar de acuerdo con Él en que hemos hecho algo malo y que estamos decididos a apartarnos de ello. Pero aun así, necesitamos el poder de Cristo para hacerlo. En Filipenses 4:13 el apóstol Pablo dice que todo lo podemos en Cristo que nos fortalece. Y en S. Juan 15:5 el Señor nos dice que separados de Él nada podemos hacer.
Para poder gozar del perdón y hacer a otros partícipes de éste, primero debemos aprender a perdonarnos a nosotros mismos, aceptando lo que Cristo hizo en la cruz por nosotros. Al hacerlo, ¡Dios nos perdona de todos nuestros pecados! A partir de ese momento y para siempre, Él nos ve por medio de su Hijo, y queda complacido.
El perdón tiene muchos aspectos, pero hay uno que es esencial para nuestro crecimiento espiritual: el perdón hacia los que nos ofenden. El perdón nos libera de los sentimientos que no nos permiten gozar de la vida, porque si no estamos dispuestos a perdonar, nos estaremos perjudicando a nosotros mismos.
Si guardamos rencor, no podremos gozar de las bendiciones de Dios. Seríamos como un ave que está atada al suelo por una cuerda larga que no le permite volar más alto de lo que puede. Así, nosotros, si guardamos rencor, no podremos remontarnos a nuevas alturas espirituales. La amargura, la ira, la ofuscación y la depresión son algunas de las consecuencias del rencor.
En este asunto de perdonar a alguien que nos ha ofendido, lo que debemos tener presente es que al perdonar a esa persona, eso no quiere decir que estamos de acuerdo con lo que ella hizo. Perdonar quiere decir que estamos dispuestos a dejar en manos del Señor a los que contienden contra nosotros (Isaías 49:25).
Dios es el Juez supremo. Él hace justicia de una manera imparcial y completa. Nuestro deber es perdonar porque hemos sido perdonados y dejar que Dios se haga cargo de la persona que nos ha ofendido.
Si guardamos rencor, pronto nos veremos consumidos por la necesidad de mantenerlo vivo. El resultado será un espíritu amargado y estéril, que no tiene tiempo para Dios.
• Para perdonar a otros, el primer paso es aceptar que Dios nos ama y que nos ha perdonado.
• El segundo paso es perdonar a la persona que nos ha ofendido y liberarnos de ella emocional y mentalmente. Eso es lo que Dios ha hecho con nosotros. Nos ha liberado de una deuda que no podíamos pagar. La cantidad de veces que Dios nos perdona es infinita. Con su vida Cristo dio ejemplo del perdón, y Él espera que hagamos lo mismo con los demás.
• El tercer paso es dar por hecho que Dios nos ha aceptado tal como somos; así podremos aceptar y perdonar con más libertad. Uno de los grandes obstáculos para el perdón es tener un concepto pobre de uno mismo.
Recuerde que Dios nos ama y nos creó con la capacidad de amar, por eso espera que nos aceptemos unos a otros tal como somos. La vida que vivamos y los principios que tengamos no pueden alterar el amor de Dios hacia nosotros. Su deseo es que todos conozcan la verdad y sean salvos, y muchos lo serán.
• El cuarto paso es ver a los demás como instrumentos en las manos de Dios. Él puede hacer que la situación más fea y más difícil nos ayude para bien. Él es soberano y domina sobre todas las cosas, las buenas y las malas. Es cierto que vivimos en un mundo caído, en el que hasta a las personas muy buenas pueden sucederles cosas malas. Pero Dios es soberano y puede rescatar y restaurar al que ha sido perjudicado por el pecado de otro.
• El último paso es la reconciliación. Pero Dios no espera que demos este paso si vamos a poner en peligro nuestra vida. Sin embargo, si lo que Dios se propone es sanar la ofensa, la reconciliación será necesaria. La reconciliación, así como el perdón, es algo que hacemos por voluntad propia.
Debemos tomar la decisión de corresponder a otros con el amor de Cristo. El apóstol Pablo nos exhorta a que nos reconciliemos unos con otros. Cuando hay disensión en el cuerpo de Cristo, todos sus miembros sufren. Cuando hay disensión en el hogar, toda la familia sufre. Lo mismo sucede en los lugares de trabajo y en las iglesias. La enemistad, la amargura, el resentimiento y los deseos de venganza son prueba de que algo anda mal y que la necesidad de perdonar se está tomando a la ligera.
Durante la cena en la casa de Simón, Cristo no se inmutó por la presencia de los personajes que estaban ahí. Pero sí se fijó en la humildad y el amor de una mujer, y tuvo compasión de ella. El perdón que ella recibió esa noche es eterno. A ella la salvó su fe en Cristo y en su poder para perdonar y restaurar.
Él Señor le dijo: «Tu fe te ha salvado; ve en paz» (S. Lucas 7:50). Y eso es lo que Él dice a cada uno de nosotros.