Muchas veces el ritmo de nuestros lamentos parece un tango en un día oscuro y lluvioso. Entrelazamos la letra triste con un largo quejido que sólo nosotros entendemos. Aun sin tener el estilo de un gran compositor, el autor de esa triste canción capta la atención de muchos.
Con tristeza las estrofas describen la pérdida de la amada; el estribillo repite con monotonía las injusticias del jefe o del capataz; todo parece perdido; en ese momento la vida deja de tener sentido.
No quiero afear la belleza de ese estilo de música que resonaba en mis oídos de niño, cuando ayudaba a mi mamá en la cocina.
Quizá no nos lamentemos todos los días de nuestra situación, pero sí nos quejamos diariamente con el Señor. Sin embargo, él nos oye. Nuestro Padre celestial quiere que le digamos que le necesitamos y que confiamos en él. Pero por lo general le buscamos sólo cuando nos conviene o para quejarnos de nuestra situación. En esos momentos, lo único que nos importa es el «pobrecito yo».
En San Mateo capítulo 23 el Señor reprendió a los fariseos por su tergiversación de la ley divina y por su hipocresía. En el versículo 24 Cristo les dice: «¡Guías ciegos, que coláis el mosquito, y tragáis el camello!».
Los fariseos colaban el agua para atrapar cualquier mosquito que hubiera en ella y así no tragárselo, porque era considerado inmundo. Sin embargo, se tragaban —en sentido figurado- un animal inmundo más grande: el camello. En otras palabras, practicaban ciertas cosas de la ley al pie de la letra, pero se olvidaban de la pureza interior.
Podemos ser eficientes en actividades que aparentan ser cristianas, pero terminamos viviendo al compás de una canción llena de amargura, sin saber que Cristo es la dulce solución.
No sé si Carlos Gardel alguna vez leyera la historia de la mujer samaritana que llegó a sacar agua del pozo. En muchas de sus canciones él hablaba de dolor y confusión, semejantes a los que tuvo aquella mujer en su corazón. A esas canciones les hace falta la estrofa compuesta por el Maestro en San Juan capítulo 4.
En el versículo 9, ella le dice: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana?» A lo que el Maestro responde: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él te daría agua viva» (v. 10).
Recordemos que los judíos aborrecían a los samaritanos, y ningún judío en su sano juicio se hubiera atrevido a hablar con aquella mujer que no sólo era samaritana, sino también vivía en adulterio (v. 18). Sin embargo, Cristo habló con ella en público.
Dios sabe que nuestra mayor necesidad es de agua viva y eterna. Tengamos presente que Cristo es la fuente de esa agua y que cuando empezamos a lloriquear, perdemos la visión y no podemos oírle cuando nos dice: «¿No crees que yo soy en el Padre, y el Padre en mí? Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras» (S. Juan 14:10).
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