Juan estuvo presente cuando el corazón del Señor dejó de latir, y el silencio debió haber sido ensordecedor. Juan, el discípulo al que Jesús amaba, conocía exactamente cómo eran los latidos de ese corazón inconmensurable.
Debió haber sido difícil para Juan en particular. Al pie de la cruz junto a él se encontraba María, la madre del Señor Jesús. A Juan se le destrozó el corazón no sólo debido a que su Salvador, su Señor y su Amigo colgaba inerte ante sus ojos, sino también debido a que la mujer dolida que estaba a su lado acababa de presenciar la muerte de un hijo muy especial para ella. Ahora que el Señor Jesús había comisionado a Juan el cuidado de María, el hogar de aquél llegó a ser el de ella. Fue un arreglo acertado, pues bajo el mismo techo habitarían las únicas dos personas que habían escuchado el latir del corazón que llevó sobre sí el pecado de la humanidad.
Al lado de Jesús estuvo reclinado uno de los discípulos a quien él amaba (Juan 13:23).
El mismo Juan escribió este pasaje en su evangelio. En él se describe la escena íntima del Aposento Alto, en el cual el Señor Jesús compartió su última cena con los discípulos la noche anterior a la crucifixión. Pero fijémonos en el cuadro que nos presenta. Juan se llama a sí mismo «el discípulo al cual amaba Jesús», y luego nos presenta la evidencia dándonos a conocer la escena en el Aposento Alto. En los momentos más dulces Juan se reclinó en el pecho del Señor Jesús y escuchó el corazón del Hijo del hombre.
«Si él fue el discípulo al cual amaba Jesús, entonces ese tributo implica que Juan fue el discípulo que amaba más a Jesús y por la fuerza de su amor por Él tuvo una percepción aguda y verídica de la mente y el espíritu del Maestro», escribe un autor conocido. Reclinado cerca del pecho del Señor Jesús, Juan conocía algo de los latidos de su corazón. Tal postura era el honor codiciado que se ganaba en la línea del amor».
El momento se convirtió en un ministerio para Juan, que es conocido como «el discípulo del amor» debido a que así proclamó la deidad de Cristo y su amor inefable e infalible. Juan escribió su evangelio «para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre» (Juan 20:31). También escribió sus tres epístolas para enseñarnos que «este es su mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros como nos lo ha mandado» (1 Juan 3:23). Además, Juan concluyó su servicio al Señor escribiendo el libro de Apocalipsis, tal y como le fue revelado en una visión estando desterrado en la isla de Patmos.
No es entonces de sorprenderse que el Señor preservó a Juan como el único discípulo que no sufrió martirio y también lo usó de manera tan amplia. ¿Quién mejor para ese propósito que el discípulo con el cual el Señor deseó compartir ese amor con el mundo?
Juan fue un pescador galileo, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago. Los eruditos creen que venía de una familia acomodada porque su padre tenía empleados. Primero fue discípulo de Juan el Bautista hasta que éste mismo le señaló al Señor Jesús y proclamó: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Con el tiempo Juan siguió al Señor por cerca de tres años y aprendió el verdadero significado de perdonar y amar. A veces esas lecciones fueron muy difíciles.
El Dr. Merrill Tenney escribe: «Juan necesitó el consejo del Señor tanto como cualquiera de los doce, ya que tanto él como Santiago parece que tenían temperamentos fuertes. El Señor les dio el sobrenombre de ‘hijos del trueno’ (Marcos 3:17). «Su intolerancia y agresividad se manifestaron en su presteza para reprender al hombre que echaba fuera demonios porque no seguía con ellos (Lucas 9:49), y también en su deseo de mandar que descendiera fuego del cielo sobre la aldea de los samaritanos que no quisieron recibir al Señor (9:52-54). Ambos fueron imprudentes al pedir a su madre que solicitara al Señor que les concediera los sitios de primacía en su reino (Mateo 20:20-28). El Señor Jesús enérgicamente reprendió esa rudeza de espíritu, aunque pudo haber sido motivada por la lealtad a Él y a su labor».
No obstante, con todas sus fallas y defectos, Juan descubrió que, aún así, Cristo lo amaba. Más y más él aprendería a amar al Señor porque el Señor lo había amado primero (1 Juan 4:19).
Cinco veces en su evangelio Juan se refiere a sí mismo como «el discípulo al cual amaba Jesús», que literalmente quiere decir: «el discípulo al cual Jesús amaba y continuaba amando». Fue en tal intimidad con el Señor en la que el apóstol Juan se convirtió en un hombre poderoso en espíritu y en la que en el presente nosotros también podemos aprender del amor constante de Cristo.
No necesitamos pescar en el mar de Galilea ni descender de una familia acomodada ni siquiera abandonar nuestro lugar de origen en busca de lugares y desafíos desconocidos. Sólo debemos reclinarnos cerca del pecho del Espíritu de Dios y escuchar lo que Juan escuchó. Fue un latido fuerte y eterno que vemos expresado en S. Juan 3.16: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna».