La celebración del «Día de la amistad» o «Día de los novios» se la debemos a una leyenda que se pierde en las brumas del tiempo y que en sí nos enseña muy poco acerca del verdadero amor. Al mismo tiempo, lo que en la actualidad se habla acerca del amor va desde lo cursi hasta lo abstracto, sin olvidar lo sensual y grotesco ni lo romántico y empalagoso.
Pero el apóstol Juan nos ha legado toda una historia de amor -lúcida, práctica y ejemplar- en su primera epístola, casi al final de la Biblia. En ella nos presenta varias dimensiones del amor de Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo; algunas de las expresiones más sublimes de ese mismo amor; y las implicaciones específicas de tal amor para nosotros como creyentes.
Como punto de partida Juan fija la pauta, diciendo: «¡Fíjense qué gran amor nos ha dado el Padre, que se nos llame hijos de Dios! ¡Y lo somos!» (cp. 3:1; todas las citas bíblicas aquí mencionadas son tomadas de la Nueva Versión Internacional). La idea en sí es tan conocida que ya no causa tan gran admiración, pero no por eso deja de ser una de las expresiones más sublimes del gran amor de nuestro Padre celestial.
Y prosigue: «En esto conocemos lo que es el amor: en que Jesucristo entregó su vida por nosotros . . . (3:16), que se complementa con las declaraciones del cp. 4:9-10: «Así manifestó Dios su amor entre nosotros: en que envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo para que fuera ofrecido como sacrificio por el perdón de nuestros pecados». Y culmina al afirmar: «Nosotros amamos a Dios porque él nos amó primero» (4:19).
A la luz de estas verdades comenzamos a entender que el Señor nos convierte, junto con Él, en protagonistas, en personajes principales de esta gran historia de amor, de su amor eterno. Nos damos cuenta de que este amor es reflejo fiel del carácter peculiar del mismo Padre; que es un amor totalmente inmerecido; que Él nos ha hecho objeto y beneficiarios de un amor que no se detuvo ante nada con tal de conseguir su objetivo; que, a su vez, implica una identificación auténtica con su Autor en todas sus características y demandas.
Y es entonces cuando captamos la importancia que Juan da al mandamiento que el mismo Señor anunciara la víspera de su crucifixión. Una simple ojeada a la epístola nos permite notar un tema predominante: «Este es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos unos a otros» (3:11) y de esta manera seremos mejores protagonistas de tan gran historia de amor. Esta enseñanza se amplía en el resto de la epístola, indicándonos tanto lo que el Señor demanda de nosotros como lo que esta demostración connota.
Por una parte, vemos que el amor por nuestros hermanos no está condicionado. Es decir, que no depende de nuestra actitud ni de su conducta hacia nosotros, sino de la naturaleza divina de la cual hemos sido hechos partícipes y de los beneficios que hemos recibido de nuestro Dios. No en vano concluye una de sus explicaciones a este respecto, diciendo: «Queridos hermanos, ya que Dios nos ha amado así, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros» (4:11).
Y, por otra, ¿cómo podemos lograr cumplir con este difícil mandamiento? Juan nos da la clave al recordarnos que el Espíritu Santo mora en nosotros (3:24). Más aún, Él mismo se encarga de hacer que su amor se manifieste plenamente, se perfeccione, en nosotros (4:12 y 17). O sea, el Señor no se limita a emitir una orden, sino que también nos capacita plenamente para cumplirla tal y como Él lo ha prescrito. Por eso Juan puede decir con toda verdad que sus mandamientos «no son difíciles de cumplir» (5:3). Además, pese a los ataques y engaños de Satanás que el mismo Juan menciona, es preciso tener presente que «el que está en nosotros (el Espíritu Santo) es más poderoso que el que está en el mundo» (4:4).
La culminación de nuestro protagonismo se pone de manifiesto cuando tanto la verdad sublime como la orden explícita se convierten en parte de nosotros, en un estilo de vida total, y no se concreta a actos esporádicos y aislados.
El verdadero amor siempre se solaza en dar y en recibir demostraciones espontáneas de lo que alberga en el corazón. No hay mayor satisfacción que agradar al ser amado y de esa forma corresponder a su amor.
Lo mismo sucede con nuestro Dios. A Él le agrada que vivamos en santidad de vida no sólo de vez en cuando, sino como norma natural de conducta. También se llena de gozo cuando ve nuestros esfuerzos por serle fieles en todo momento y obedecerle de corazón. Pero acaso lo que más le satisface es que seamos semejantes a Cristo, por lo que Juan nos dice: «El que afirma que permanece en él, debe vivir como él vivió»(2:6) para luego coronar su argumento diciendo: «No amemos de palabra ni de labios, sino de hechos y en verdad».
¡Qué gran privilegio el nuestro de ser protagonistas de esta historia de amor que todavía el mundo necesita escuchar y experimentar para venir a engrosar las filas de los redimidos por el amor de Cristo! ¡Qué oportunidad tan preciosa de ser dignos hijos de Dios amándonos unos a otros y viviendo como Él desea!
Quiera Él concedernos, por su gracia, el gozo de no despreciar el privilegio y de saber aprovechar la oportunidad para su gloria.
-Pablo E. Pérez