El Perdón de Dios
Por Luis Palau
Durante la Segunda Guerra Mundial Hans Rookmaaker fue un integrante activo de la resistencia holandesa. Pero fue capturado por los alemanes y enviado a un campo de concentración nazi, donde comenzó a leer la Biblia.
Al estudiar la Palabra de Dios, descubrió que el íntimo deseo de Dios es perdonar nuestros pecados. De modo que entregó su vida a Cristo y se maravilló por el gozo y la libertad que había hallado.
Cuando Rookmaaker fue liberado de prisión al final de la guerra, inmediatamente se unió a una iglesia. Pero en lugar de tener comunión con personas libres, se sorprendió de encontrar tantos cristianos que aún vivían en la esclavitud del pecado y no experimentaban el perdón de Dios.
Por otra parte, un personaje en una obra de Voltaire murió murmurando: «Dios perdonará–ése es su trabajo.» Aunque el perdón no puede darse por sentado de esa manera, Dios nunca quiso que vivamos en esclavitud.
La Biblia enseña que la confesión es el prerrequisito para el perdón de Dios–ya sea para la salvación inicial como para la comunión diaria. Esta confesión implica arrepentimiento y, cuando sea necesario, restitución.
La confesión sin arrepentimiento es un fraude. En Proverbios leemos: «El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta, alcanzará misericordia» (28:13).
A veces la confesión también implica restitución (Exodo 22:1-15). Por lo general, éste es un aspecto olvidado de la confesión. Si nuestro pecado privó a alguien de algo que le pertenecía o correspondía (algo material, dinero o trabajo), no sólo debemos disculparnos con la persona ofendida sino que también debemos pagar tan pronto como sea posible.
La maravilla de la Escritura es la buena nueva de que Dios perdona de balde a quien con corazón sincero confiesa su pecado. Manasés fue uno de los reyes más malvados de Judá. El echó por tierra las reformas de Ezequías y sirvió a dioses falsos con más celo de lo que lo habían hecho las naciones paganas que Dios había destruido ante los israelitas (2 Crónicas 33:1-9). Sin embargo, al ser capturado por los asirios, Manasés se humilló ante el Señor–y Dios lo perdonó.
Si Dios pudo perdonar a un rey pagano y malvado cuando éste se humilló, con seguridad que también nos perdonará si confesamos nuestros pecados y nos arrepentimos. La confesión es humillante, pero «si confesamos a Dios nuestros pecados, podemos estar seguros de que ha de perdonarnos y limpiarnos de toda maldad» (1 Juan 1:9 BD). Aprenda de memoria este pasaje y a menudo pida a Dios que lo haga realidad en su vida.
Hay otro precioso versículo para agregar a su lista de memorización: «Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones» (Hebreos 10:17). Cuán notable que el Dios omnisciente promete no sólo perdonar nuestros pecados sino también olvidarlos para siempre.
En su obra EL PARAISO PERDIDO, Juan Milton pregunta: «¿Qué otra cosa podemos hacer sino postrarnos ante El reverentes; y allí confesar con humildad nuestras faltas e implorar perdón; con lágrimas que rieguen el piso y con suspiros de corazones contritos, como señal de pena no fingida y mansa humillación?»