Hay veces cuando vemos. Y hay veces cuando vemos. Permítame mostrarle lo que quiero decir:
Todo cambia la mañana en que usted ve el letrero «se vende» en el bote de su vecino. Su bote de lujo. Es el bote de pesca que usted ha codiciado durante los tres años pasados. De súbito nada más importa. Una atracción gravitacional atrae su vehículo hacia la vereda. Usted lanza un suspiro como si su sueño reluciera al sol. Le pasa los dedos y apenas roza el borde, y hace una pausa solo para limpiarse la saliva que le corre y cae por la camisa. Al contemplarlo, usted se transporta mentalmente al lago Tamapwantee, y es como si existieran solo usted, las aguas cristalinas y su bote de lujo.
O tal vez el siguiente párrafo le describe mejor:
Todo cambia el día en que lo ve entrar en su clase de inglés. Pavonéandose lo suficiente como para causar buena impresión. Suficientemente listo como para tener clase. No camina demasiado rápido como para parecer nervioso, ni tampoco tan lento como para darse ínfulas. Usted lo ha visto antes, pero solo en sueños. Ahora está realmente allí, y no puede quitarle la vista de encima. Cuando la clase se acaba usted ha memorizado cada rizo y cada pestaña. Cuando se acaba el día, usted ha resuelto que será suyo.
Hay ocasiones cuando vemos. Y hay ocasiones cuando vemos. Hay veces cuando observamos, y hay ocasiones cuando memorizamos. Hay veces cuando notamos, y hay veces cuando estudiamos. La mayoría sabemos lo que quiere decir ver un nuevo bote o un nuevo joven… pero ¿sabemos lo que sería ver a Jesús? ¿Sabemos lo que sería poner «los ojos en Jesús»? (Hebreos 12.2).
El mundo nunca ha conocido un corazón tan puro, ni un carácter tan impecable. Su oído espiritual es tan agudo que nunca ha perdido un susurro celestial. Su misericordia es tan abundante que nunca ha perdido una oportunidad para perdonar. Ninguna mentira salió de sus labios, ni ninguna distracción enturbió su visión. Tocó cuando otros se retrajeron. Perseveró cuando otros se rindieron. Jesús es el modelo máximo para toda persona. Lo que hemos hecho en estas páginas es precisamente lo que Dios le invita a hacer por el resto de su vida. Le insta a que ponga sus ojos en Jesús. El cielo le invita a que fije el lente de su corazón en el corazón del Salvador y le haga el objeto de su vida. Por esa razón quiero que concluyamos nuestro tiempo juntos con esta pregunta: ¿Qué quiere decir ver a Jesús?
Los pastores pueden decírnoslo. Para ellos no fue suficiente ver a los ángeles. Usted pensaría que debían haberlo estado. El cielo nocturno se llenó de luz. La quietud prorrumpió en canto. Los humildes pastores se despertaron y se pusieron de pie al coro de ángeles: «¡Gloria a Dios en las alturas!» Estos hombres jamás habían visto tal esplendor.
Pero no fue suficiente ver ángeles. Los pastores querían ver al que había enviado a los ángeles. Puesto que no se darían por satisfechos sino hasta verlo, usted puede rastrear la larga hilera de los que buscan a Jesús hasta el pastor que dijo: «Pasemos, pues, hasta Belén, y veamos» (Lucas 2.15, cursivas añadidas).
No muy atrás de los pastores había un hombre llamado Simeón. Lucas nos dice que Simeón era un hombre bueno que servía en el templo al tiempo del nacimiento de Jesús. Lucas también nos dice: «Y le había sido revelado por el Espíritu Santo, que no vería la muerte antes que viese al Ungido del Señor» (Lucas 2.26). Esta profecía se cumplió apenas pocos días después de que los pastores vieron a Jesús. De alguna manera Simeón supo que el bulto envuelto en frazadas que vio en los brazos de María era el Dios Todopoderoso. Para Simeón ver a Jesús fue suficiente. Ahora estaba listo para morir. Algunos no quieren morir sin haber visto el mundo. El sueño de Simeón no era tan tímido. No quería morir sin haber visto al que hizo al mundo. Tenía que ver a Jesús.
Oró: «Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación» (Lucas 2.29–30, cursivas añadidas).
Los magos tenían el mismo deseo. Como Simeón, querían ver a Jesús. Como los pastores, no quedaron satisfechos con lo que vieron en el cielo nocturno. No es que la estrella no haya sido espectacular. No es que la estrella no haya sido histórica. Ser testigo del orbe centelleante era un privilegio, pero para los magos no fue suficiente. No fue suficiente ver la luz sobre Belén; tenían que ver la Luz de Belén. Fue a Él al que fueron a ver.
¡Y triunfaron! Todos triunfaron. Más impresionante que su diligencia fue la disposición de Jesús. ¡Jesús quería que lo vieran! Sea que vinieran del potrero o del palacio, sea que vivieran en el templo o entre las ovejas, sea que su regalo fuera oro o la sincera sorpresa … a todos les dio la bienvenida. Busque algún ejemplo de alguna persona que anhelaba ver al infante Jesús y que se le impidió. No lo encontrará.
Encontrará ejemplos de los que no lo buscaron. Aquellos, como el rey Herodes, que se contentaban con menos. Aquellos, como los líderes religiosos que preferían leer sobre Él antes que verlo. La proporción entre los que no lo vieron y los que lo buscaron es de mil a uno. Pero la proporción entre los que lo buscaron y los que le hallaron siempre fue de uno a uno. Todos los que lo buscaron lo hallaron. Mucho antes de que se escribieran las palabras, la promesa fue ratificada: «Dios … es galardonador de los que le buscan» (Hebreos 11.6).
Los ejemplos continúan. Considere a Juan y a Andrés. Ellos, también, fueron recompensados. Para ellos no fue suficiente escuchar a Juan el Bautista. La mayoría se hubiera contentado con servir a la sombra del evangelista más famoso del mundo. ¿Podría haber un mejor maestro? Solo uno. Y cuando Juan y Andrés lo vieron, dejaron a Juan el Bautista y siguieron a Jesús. Note la petición que hicieron.
«Rabí», le preguntaron, «¿dónde moras?» (Juan 1.38). Petición audaz. No le pidieron a Jesús que les diera un minuto, o una opinión, o un mensaje, o un milagro. Le preguntaron su dirección domiciliaria. Querían quedarse con Él. Querían conocerle. Querían saber qué le hacía volver la cabeza, y que su corazón ardiera y que su alma suspirara. Querían estudiar sus ojos y seguir sus pasos. Querían verle. Querían saber qué le hacía reír y si alguna vez se cansaba. Pero, sobre todo, querían saber: ¿Era Jesús todo lo que Juan dijo que era; y si lo era, qué estaba haciendo Dios en la tierra? No se puede encontrar respuesta a esa pregunta hablando con el primo; hay que hablar con la persona misma.
¿La respuesta de Jesús a los discípulos? «Venid y ved» (v. 39). No les dijo: «Vengan y echen un vistazo», ni tampoco «vengan y atisben». Les dijo: «Vengan y vean». Traigan sus bifocales y binoculares. Este no es el momento para echar vistazos de reojo o atisbos ocasionales. «Fijemos la mirada en Jesús, el autor y perfeccionador de nuestra fe» (Hebreos 12.2, NVI).
El pescador fija sus ojos en el bote. La joven fija sus ojos en el joven. Los discípulos fijan sus ojos en el Salvador.
Eso fue lo que Mateo hizo. Mateo, si usted recuerda, se convirtió en su trabajo. Según su historial, era un recaudador de impuestos del gobierno. Según sus vecinos, era un pillo. Tenía en una esquina una oficina de recolección de impuestos y una mano extendida. Allí estaba el día en que vio a Jesús. «Sígueme» le dijo el Maestro, y Mateo lo hizo. En el versículo que sigue encontramos a Jesús sentado a la mesa de Mateo cenando (véase Mateo 9.10).
Una conversación en la vereda no hubiera satisfecho su corazón, así que Mateo llevó a Jesús a su casa. Algo ocurre en la mesa de la cena que no ocurre en el escritorio en la oficina. Sáquese la corbata, encienda el asador, destape los refrescos, y pase la noche con el que colgó las estrellas en su sitio. «¿Sabes, Jesús? Discúlpame por preguntarte esto, pero siempre quise saber…»
De nuevo, aun cuando el hecho de extender la invitación es impresionante, la aceptación lo es mucho más. A Jesús no le importaba que Mateo fuera ladrón. A Jesús no le importaba que Mateo viviera en una casa de dos pisos con las ganancias de su extorsión. Lo que le importó fue que Mateo quería conocer a Jesús, y puesto que Dios «es galardonador de los que le buscan» (Hebreos 11.6), Mateo fue recompensado con la presencia de Cristo en su casa.
Por supuesto, tiene sentido que Jesús pasara tiempo con Mateo. Después de todo Mateo fue una selección de primera clase, perfecto para escribir el primer libro del Nuevo Testamento. Jesús pasa el tiempo solo con tipos grandes como Mateo y Andrés y Juan, ¿verdad?
¿Puedo contrarrestar esa opinión con un ejemplo? Zaqueo distaba mucho de ser un tipo grande. Era pequeño, tan pequeño que no podía ver por encima de la muchedumbre que llenaba la calle el día en que Jesús llegó a Jericó. Por supuesto que la multitud tal vez le hubiera abierto paso a sus codazos para dejarle llegar al frente, excepto que él, como Mateo, era un cobrador de impuestos. Pero él, como Mateo, tenía en su corazón hambre por ver a Jesús.
No fue suficiente quedarse detrás de la muchedumbre. No fue suficiente atisbar con un telescopio de cartón. No fue suficiente oír a alguna otra persona describir el desfile del Mesías. Zaqueo quería ver a Jesús con sus propios ojos.
Así que se subió a un árbol. Vestido con un lujoso traje de tres piezas y zapatos italianos de calidad, se encaramó a un árbol esperando ver a Jesús.
Me pregunto si usted estaría dispuesto a hacer lo mismo. ¿Se subiría a una rama para ver a Jesús? No todo mundo lo haría. En la misma Biblia en que leemos acerca de Zaqueo encaramándose a una rama, leemos de otro joven funcionario. A diferencia de Zaqueo, la multitud le abrió paso. Era el… ¡ejem!… el rico, el joven rico. Al enterarse de que Jesús estaba por allí, pidió su limusina y atravesó la ciudad y se acercó al carpintero. Por favor, note la pregunta que tenía para Jesús: «Maestro, ¿qué cosa buena debo hacer para tener vida eterna?» (Mateo 19.16, VP).
Como quien dice, este funcionario era un hombre con los pies en el suelo. No tenía tiempo para formalismo y conversaciones. «Vamos derecho al grano. Tu horario está lleno; lo mismo que el mío. Dime cómo puedo ser salvo, y te dejaré en paz».
No hay nada de malo en la pregunta, pero había un problema en su corazón. Contraste su deseo con el de Zaqueo: «¿Puedo encaramarme a ese árbol?»
O Juan y Andrés: «¿Dónde moras?»
O Mateo: «¿Puedes quedarte esta noche?»
O Simeón: «¿Puedo estar vivo hasta que lo vea?»
O los magos: «Ensillen los camellos.
No nos detendremos hasta que le veamos».
O los pastores: «Vamos … y veamos».
¿Ve la diferencia? El joven rico quería la medicina. Los otros querían al Médico. El joven quería una respuesta a su acertijo. Ellos querían al Maestro. El joven estaba apurado. Los otros tenían todo el tiempo del mundo. Él se conformó con una taza de café por la ventana de servicio a los automóviles. Ellos no se conformarían con nada menos que una cena completa en una mesa de banquete. Ellos querían más que salvación. Querían al Salvador. Querían ver a Jesús.
Eran fervientes en su búsqueda. Una traducción de Hebreos 11.6 dice: «Dios recompensa a los que le buscan fervientemente».
Otra dice: «Dios … recompensa a los que le buscan sinceramente» (cursivas añadidas).
La versión Reina Valera de 1960 dice: «Dios … es galardonador de los que le buscan».
Diligentemente es una gran expresión. Sea diligente en su búsqueda. Busque con hambre, incansablemente en su peregrinaje. Que este libro sea solo uno de las docenas que usted leerá sobre Jesús y que esa hora sea una de los cientos que usted usará buscándole. Aléjese de la búsqueda insulsa de posesiones y posiciones, y busque a su Rey.
No se dé por satisfecho con los ángeles. No se contente con las estrellas del cielo. Búsquele a Él así como los pastores. Búsquele con anhelo así como Simeón. Adórele como los magos lo adoraron. Haga como Juan y Andrés hicieron: pídale su dirección domiciliaria. Haga como Mateo: invite a Jesús a su casa. Imite a Zaqueo: arriésguelo todo con tal de ver a Cristo.
Dios recompensa a los que le buscan. No a los que buscan doctrina o religión, sistema o credos. Muchos se conforman con estas pasiones menores, pero la recompensa es para los que no se conforman con nada menos que el mismo Jesús. ¿Cuál es la recompensa? ¿Qué les espera a los que buscan a Jesús? Nada menos que el corazón de Jesús. «Vamos transformándonos en su imagen misma, porque cada vez tenemos más de su gloria, y esto por la acción del Señor, que es el Espíritu» (2 Corintios 3.18, VP).
¿Puede pensar en un obsequio más grandioso que ser como Jesús? Cristo no sentía culpabilidad; Dios quiere extinguirla en usted. Jesús no tenía malos hábitos; Dios quiere quitarle los suyos. Jesús no tenía miedo a la muerte; Dios quiere que usted no tenga miedo. Jesús tenía bondad por los enfermos y misericordia por los rebeldes y valor para los retos. Dios quiere que usted tenga lo mismo.
Él le ama tal como es usted, pero rehúsa dejarlo así. Quiere que usted sea como Jesús.
Tomado de «Como Jesús» de Max Lucado