«A cada cual, aquello que teme»
por el Hermano Pablo
Robert Gauntlett, millonario y dueño de una fábrica de productos farmacéuticos, contempló largo rato la pastilla que debía tomar. Se hallaba entre la espada y la pared. Si tomaba esa pastilla elaborada por sus propios laboratorios, habría de quedar semi eunuco. Si no la tomaba, le esperaba una larga condena.
Robert Gauntlett había sido acusado de violar repetidas veces a su hijastra, una chica adolescente. El juez lo había condenado a una castración química, empleando un medicamento especial que su propia empresa producía. La decisión era como de vida o muerte. Prefiriendo la castración a la cárcel, el millonario tomó la pastilla.
Era realmente irónica y paradójica la situación de este hombre. Llevado —más bien arrastrado— por sus morbosas pasiones, había abusado de su hijastra. Una sensualidad excesiva lo había conducido a cometer el nefando delito.
A fin de cuentas, el juez condenó a Gauntlett a tomar un producto químico que él mismo había inventado y elaborado, un producto que, a pesar de ser creación suya, él temía y aborrecía. De ahí que se cumpliera en él aquel proverbio de la selva mencionado por George Orwell en su obra 1984: «A cada cual, aquello que teme.»
Mucha gente hay que se ve enfrentada, de pronto, a la malignidad de sus propias invenciones. Se menciona en todos los libros de historia, por ejemplo, que J. I. Guillotín, médico francés, inventor de la guillotina un medio de ejecución, murió guillotinado en 1814.
La vida tiene tantas paradojas que muchas veces atrapa al cazador en la misma trampa que ha preparado para otros.
Ya sea el castigo directo de Dios, o complicaciones inevitables o el destino adverso, lo cierto es que muchos pagan su delito con lo mismo que quisieron para los demás.
«Al malvado lo atrapan sus malas obras» (Proverbios 5:22), dice el sabio Salomón.
Y Dios muchas veces entrega a los hombres a las consecuencias de sus propios hechos indignos.
Amán, el malvado ministro persa, murió ahorcado en la misma horca que había preparado para el judío Mardoqueo.
Hay una manera de escapar a estos sinos trágicos.
En primer lugar, hay que reconocer, sinceramente, lo erróneo de la conducta.
En segundo lugar, es necesario arrepentirse de toda maldad.
Y en tercer lugar, hay que aceptar el perdón gratuito y eterno que Dios ofrece a los que creen en Cristo. Sólo Cristo salva.