Aquel día me desperté con mucha flojera y renegando, con mucho trabajo pude deshacerme de las cobijas, me dirigí al baño arrastrando los pies y el alma, mientras maldecía el tener que levantarme de la cama sin poder quedarme en ella todo el día.
Desayuné con los ojos tan cerrados como mi mente.
Tal pereza me dominaba, tanto, que por no meter el pan en el tostador preferí comerlo frío y beber la leche directamente de la botella.
¿Por qué tener que trabajar? ¡Esa sí era una verdadera maldición!
Me conduje a la oficina en mi vehículo, con asientos de piel y calefacción, observando en el camino el pavimento humedecido por la lluvia, y seguía maldiciendo el tener que ir a trabajar.
El semáforo marcó el alto, y, de pronto, como un rayo, se colocó frente a todos los automóviles algo que parecía un bulto.
Por curiosidad abrí más mis ojos somnolientos y pude descubrir que lo que parecía un bulto, era el cuerpo de un joven montado en un pequeño carro de madera.
Aquel hombre no tenía piernas y además le faltaba un brazo.
Sin embargo, con su mano izquierda lograba conducir el pequeño vehículo y manejar con maestría un conjunto de pelotas con las que hacia malabares.
Las ventanillas de los automóviles se abrían para dar una moneda al malabarista que llevaba un pequeño letrero sobre el pecho.
Cuando se acercó a mi auto pude leerlo:
«Gracias por ayudarme a sostener a mi hermano paralítico», y con su mano izquierda señaló hacia la vereda y ahí pude ver a su hermano, sentado en una silla de ruedas colocada frente a un atril que sostenía un lienzo, y con su boca movía magistralmente un pincel que daba forma a un hermoso paisaje.
El malabarista mientras recibía ayuda, vio el asombro de mi cara y me dijo:
«¿Verdad que mi hermano es un artista?, por eso escribió esa frase sobre el respaldo de su silla»,
Entonces leí la frase que decía:
«¡Gracias, oh Dios, por los dones que nos das!, contigo no nos falta nada.»
Recibí un fuerte golpe en mi interior mientras el hombre-bulto se retiraba y el semáforo apagaba el color rojo para encender el verde.
Mi semáforo interior cambió desde aquel día. Nunca más se me volvió a encender la señal de alto, que me paralizaba por la pereza.
Siempre he tratado de mantener la luz verde y realizar mis trabajos y actividades sin detenerme, y con el mejor ánimo posible.
Aquel día descubrí, ante aquellos jóvenes, que yo era el paralítico!