Juan Link se hallaba un día sentado junto a una mesa con varios jóvenes que se entretenían conversando acerca de Dios en forma burlona, del ser o no ser, de la muerte y de otros temas de carácter religioso, titulándose a si mismos de ateos, con marcada complacencia. Después de escucharlos un breve tiempo silenciosamente, Link les dijo:. «Señores, hay tres clases de ateos. Hay ateos que han llegado a serlo estudiando los diversos sistemas de filosofía tanto antiguos como modernos, los que los han llevado por caminos errados, y al fin confundidos han negado a Dios. No sé si alguno de ustedes se ha desviado de Dios por sus estudios filosóficos». Todos lo negaron tímidamente.
«Bueno, la segunda clase la componen aquellos que no tienen juicio propio, sino que semejante a los papagayos van repitiendo lo que oyen de otros ateos”. Ustedes pertenecen a esta clase. Todos negaron pertenecer a este grupo con cierta indignación.
«Muy bien, la tercera clase se compone de aquellos que tienen mala conciencia, en cuya vida y conducta hay algo corrompido, de manera que se ven en la necesidad de desear que no haya un Dios santo y justo. Porque entienden muy bien que si lo hay, la escena debe de ser espantosa cuando después de la muerte deban comparecer ante su presencia. Por eso se consuelan ante la afirmación de que «¡No hay Dios!» ¡Así que: seguid pecando! Mis caballeros, una cuarta clase no hay.» Con estas palabras Link se levantó y salió saludando
cortésmente.