Un pequeño niño pasaba la mañana del sábado jugando en su caja de arena. Él tenía consigo sus carros y camiones, su cubeta plástica, y una brillante y roja pala de plástico.
Mientras construía carreteras y túneles en la suave arena, el descubrió una gran piedra, larga, en medio de la caja de arena. El niño cavó alrededor de la piedra, tratando de sacarla de la arena. Con algo de esfuerzo, el empujó y movió la piedra dentro de la caja de arena usando sus pies. (El era un niño muy pequeño y la piedra era muy larga.) Aunque el niño llevó la piedra hasta la orilla de la caja de arena, encontró que no podía levantarla y pasarla por arriba de la pequeña pared.
Decidido, el pequeño niño empujó, levantó, y subió la piedra con una palanca, pero cada vez que él pensaba que había logrado algún progreso, la piedra se volcaba y caía de nuevo en la caja de arena. El pequeño niño gruñó, luchó, empujó y levantó – pero su única recompensa fue tener su piedra de regreso, haciendo pedazos sus pequeños dedos. Finalmente el estalló en lágrimas de frustración.
Todo este tiempo el padre del niño estuvo observando, desde la ventana de la sala, cómo se desarrollaba el drama. En el momento en que las lágrimas empezaron a correr, una larga sombra caló sobre el niño y la caja de arena. Era el padre del niño. Dulce pero firmemente él dijo, «Hijo, ¿porqué no usaste toda la fuerza que tenías disponible?
Derrotado, el niño susurró, » Pero si lo hice, papi, lo hice! Usé toda la fuerza que tenía!»
«No, hijo,» corrigió el padre amablemente. «Tú no usaste toda la fuerza que tenías. Tu no me pediste ayuda.»
Con esas palabras el se agachó, levantó la piedra, y la sacó de la caja de arena.