Cierto día le pregunté a un colega de trabajo si él era creyente. Entonces me mostró en un colgante que llevaba en el cuello una fecha grabada, a partir de la cual él estimaba ser creyente: era la de su bautismo.
El bautismo no es una sencilla formalidad con la que Dios se contenta; porque ser cristiano no es adherirse a una religión, a una secta o a dogmas, sino conocer y seguir a una persona: Jesucristo.
Al venir del cielo a la tierra, él declaró: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. Sí, este “todo aquel” puede ser erudito o ignorante, rico o pobre, honrado o criminal. Pero debe reconocer en Jesús al Salvador, acercarse a él para traerle sus pecados y recibir el perdón divino.
Los seres humanos no pueden dar nada para adquirir su salvación; sólo tienen que recibir ese don perfecto de parte de su Padre celestial.
A esta gracia se unen felices bendiciones presentes y eternas, pero también responsabilidades. El Señor Jesús mismo quiere que aquellos que llevan su Nombre muestren ciertos rasgos: “Vosotros sois la sal de la tierra… Sois la luz del mundo” (Mateo 5:13-14). Un cristiano es, pues, un testigo que representa a su Maestro en la tierra.
A los discípulos se les llamó cristianos por primera vez en Antioquía.
Hechos 11:26.
Y les reconocían que habían estado con Jesús.
Hechos 4:13.
(Es) manifiesto que sois carta de Cristo.
2 Corintios 3:3.