Un joven dejaba por primera vez su familia con destino al extranjero, para proseguir su formación. Este es un mo mento que muchos han conocido, no sin sentir una emoción más o menos profunda y también, por qué no decirlo, con el sentimiento de cierta inquietud en cuanto al futuro. Su madre había dejado en su equipaje un pequeño sobre, el cual no tenía que abrir hasta que estuviera en camino o una vez llegado a su destino. Muy intrigado, nuestro joven no esperó mucho tiempo para descubrir su contenido, sólo tres palabras: «Él va delante»; y como despedida: «Con las oraciones de tu madre».
Con el transcurso de los años estas tres palabras volvieron a menudo a su memoria, siendo un motivo de ánimo de parte del Señor en el alba de una nueva etapa o frente a un problema difícil de resolver.
Israel dejaba Egipto en la noche de la Pascua, calzados sus pies y con el bordón en su mano. Caminaban hacia lo desconocido, pero Dios “iba delante de ellos de día en una columna de nube para guiarlos en el camino, y de noche en una columna de fuego para alumbrarles” (Éxodo 13:21).
Esta nube iba a acompañarlos durante todo el viaje a través del desierto, cubriendo el tabernáculo cuando se inauguró; también sería su guía fiel a lo largo de su peregrinaje (Números 9:15-23). En los momentos más difíciles, la gloria de Dios aparecería en la nube, haciendo notable su presencia a pesar de todas las murmuraciones y las faltas del pueblo (Nehemías 9:19).
A la salida del Sinaí, el arca, figura de Cristo, va delante (Números 10:33), les buscará un lugar de descanso; “la nube iba sobre ellos”. En el camino de la fe, así como en el del servicio, un tiempo de descanso es provechoso con tal que se lo pase junto al Señor. Él mismo decía a sus discípulos: “Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un poco” (Marcos 6:31).
En el momento de entrar en el país de Canaán, era necesario atravesar el Jordán, que solía “desbordarse por todas sus orillas todo el tiempo de la siega” (Josué 3:15). Una vez más el arca precedió al pueblo para abrir el camino a través del río, símbolo de nuestra muerte con Cristo. El arca sola iba delante, “distancia como de dos mil codos”, figura de Cristo solitario, atravesando las aguas de la muerte después del abandono de la cruz.
Pero, para mostrar claramente que el pueblo está involucrado en esta profunda experiencia (Romanos 6:5), se levantaron doce piedras —una por cada tribu— en medio del río, cuyas aguas las cubrirían seguidamente; otras doce piedras fueron tomadas de en medio del Jordán y erigidas en Gilgal, primera etapa en Canaán (Josué 4). Todo este conjunto, ¿no es una figura de la posición maravillosa del creyente en Cristo?: muertos en Cristo… resucitados con Cristo (Colosenses 2:20; 3:1).
En Juan 10, el Pastor va delante de sus ovejas que oyen su voz y le siguen (v. 4 y 27). Ya no tienen el cerco del redil, figura del tiempo de la ley y de los mandamientos; reunidas alrededor de un Centro, gozan de su protección y reciben el alimento de sus almas. Cuanto más cerca están de Él, más se acercan unas a otras. Por encima de todo aprenden que el Pastor ha dado voluntariamente su vida por ellas.
En ese camino que le llevaría a la cruz “subiendo a Jerusalén, Jesús iba delante”. Sus discípulos se asombraron y le siguieron con miedo (Marcos 10:32). Él les habló de los sufrimientos que le esperaban, con más detalle de lo que lo había hecho hasta entonces, pero los discípulos aún no comprendieron y dos se disputaron por saber cuál tendría el primer lugar en el reino. Todos le siguieron, como lamentándolo, pero ninguno de ellos le acompañó hasta el final, excepto “el discípulo que Jesús amaba”.
En el camino de Emaús, dos discípulos escucharon de la misma boca del Resucitado que era necesario “que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en la gloria” (Lucas 24:26).
Pero las mujeres, las que primero habían visto a Jesús resucitado, tenían que anunciar a los discípulos y a Pedro: “Él va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis” (Marcos 16:7; Mateo 28:10 y 16). Allí recibieron el mandamiento: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Marcos 16:15). Y habiéndose marchado “predicaron en todas partes… una salvación tan grande”, la cual, habiendo sido anunciada primero por el Señor (Él va delante), nos ha sido confirmada por aquellos que oyeron (Hebreos 2:3).
Las últimas palabras del Señor Jesús en los evangelios son: “Sígueme tú” (Juan 21:22), implicando que es Él quien va delante y que permanecerá fiel en todas las etapas de nuestro camino; por lo que podemos hacernos nuestra la promesa citada por el profeta: “Yo iré delante de ti, y enderezaré los lugares torcidos” (Isaías 45:2).
No fue fácil para Jeremías, el profeta, responder al llamamiento del Señor “porque a todo lo que te envíe irás tú, y dirás todo lo que te mande” (1:7).
Para animarle, Dios le muestra la visión del almendro, árbol que florece antes que los demás, y luego le dice: “Yo te he puesto en este día como ciudad fortificada, como columna de hierro, y como muro de bronce”, añadiendo: “Yo estoy contigo… para librarte” (v. 18 y 19).
Tampoco Gedeón estaba muy dispuesto a seguir el llamamiento de Dios; pero se nos dice que, después de las objeciones del joven, Dios le miró. Bastó con esta mirada y la orden que siguió: “Vé con ésta tu fuerza” (Jueces 6:14), para que Gedeón se decidiera primeramente a destruir el altar de los ídolos que había levantado su padre y después ofrecer un sacrificio a Dios. Jehová iba delante de él y le dio la victoria.
Gedeón vivió en la época de los jueces, Jeremías al final del reino de Judá. Ezequiel fue un profeta de la cautividad. Tuvo la visión de la gloria de Dios que abandonaba el templo a causa de todas las infamias que había en él. Pero, hacia el final de su libro, tuvo la visión del retorno de la gloria (cap. 43) hasta que de nuevo, como en el tiempo del tabernáculo y del rey Salomón, llenara la casa. Es la visión de Israel restaurado. Del templo reconstruido saldrán “las aguas del santuario” (cap. 47), las que el profeta atraviesa en cuatro ocasiones. Estas aguas, cada vez más profundas, nos hablan del progreso que el cristiano puede hacer creciendo “en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pedro 3:18).
G. A. (Ediciones Bíblicas)