Lectura de la Biblia: Lucas 1:68-79
Al avecinarse la temporada navideña volvemos a recordar el propósito que Dios tenía para su Hijo. Mucho antes de que Jesús naciera Dios Padre ya lo había destinado a ser la propiciación por nuestros pecados. Como el pecado exige un sacrificio, Jesucristo nació para ser el Cordero de Dios que sería sacrificado.
La muerte de Cristo estremeció las puertas del infierno e hizo desaparecer para siempre la fachada que Satanás había levantado para engañar a los amados de Dios. Al llegar al final de su vida terrenal Cristo levantó la copa y dijo a sus discípulos que bebieran de ella. Esa copa llegaría a ser el símbolo de su sangre derramada por cada uno de nosotros.
Cada día que pasaba Cristo sabía que el propósito de su vida era sacrificio y muerte. En esta época especial del año nos gusta ver cuadros y pinturas del nacimiento de Cristo y comentamos entre nosotros que debió de ser algo maravilloso. Pero no olvidemos que desde el pesebre mismo la sombra de la cruz siempre cubrió la vida de este Niño. Él bebió voluntariamente de la copa del sacrificio por cada uno de nosotros.
Su pacto es firme: todo aquel que en mí cree tiene vida eterna (Jn. 3:16). Siempre que celebre la cena del Señor recuerde que él le ama y le ha perdonado para que viva a la luz de su amor y gracia por la eternidad.