Cuando Hudson Taylor fue a China, viajó en un velero. Al aproximarse al estrecho entre la península meridional de Malasia y la isla de Sumatra, escuchó un fuerte golpe en la puerta de su camarote. La abrió, y vio al capitán del barco.
—Señor Taylor —le dijo—, no tenemos viento, y corremos el grave riesgo de encallar en la costa, y temo que las gentes puedan ser caníbales.
—¿Qué puedo hacer?—preguntó Taylor.
—He oído que usted cree en Dios. Quiero que ore por viento.
—Muy bien, capitán, lo haré, pero tiene que izar las velas.
—Pero esto es ridículo. No hay ni la más ligera brisa. Además los marineros pesanrán que estoy loco.
Sin embargo, al ver la actitud firme de Hudson Taylor, el capitán accedió a izar las velas. Cuarenta y cinco minutos después volvió y encontró al misionero todavía de rodillas.
—Puede dejar de orar ahora —dijo el capitán. —¡Tenemos más viento que el que podemos manejar!
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