«A fin de que … seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos … y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios» (Efesios 3:18-19)
«Pero tengo contra ti que has dejado tu primer amor» (Apocalipsis 2:4).
Parece que no siempre el éxito coronó los esfuerzos de los apóstoles. Pablo escribe con vehemencia una oración que él sostenía de rodillas delante de Dios: que los efesios conociesen el amor de Cristo: única virtud que les llevaría a la plenitud.
Esta oración da por sabida y hecha la realidad del primer amor. Aquí se trata de algo más. Esta es una oración que pide la posesión del amor profundo y definitivo: el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento. Este es el amor pleno, maduro, estable; que no depende del estado de ánimo. Que no se ampara en la circunstancia favorable ni en el sentimiento de la carne.
Sin embargo, de las palabras del Señor en Apocalipsis dirigidas a la iglesia de Efeso se desprende una situación lamentable. No sólo no habían alcanzado esta clase de amor maduro y perfecto, sino que ni siquiera habían logrado mantener el primer amor. Ellos tenían que volver al primer amor y a las primeras obras. Ellos son instados a arrepentirse, a volver al punto desde el cual habían caído. Tenían que volver al amor sencillo, como el de un niño.
Siempre hay el peligro de que, cuando se quiere avanzar rápido en la consecución de los mejores niveles de vida espiritual, se dejen de lado las primeras cosas. Hay el peligro de pensar que ya la preciosa Sangre no es tan necesaria, que ni el temor de Dios, ni el arrepentimiento, ni la confesión, ni la comunión ya son tan necesarias. Pero el Señor, como a Éfeso, nos vuelve a decir: ¡Cuidado! No te olvides de las primeras cosas.
Los efesios debían retomar el lugar desde el cual se habían desviado. Ellos necesitaban un nuevo comienzo.
Muchos de nosotros hoy necesitamos también un nuevo comienzo.